sábado, 26 de noviembre de 2011

Discurso de Fernando Vallejo al recibir el Premio FIL

Les diré brevemente que me siento muy honrado por el premio que me dan; que no pienso que lo merezca; que este diploma lo guardaré en mi casa con orgullo; y que los ciento cincuenta mil dólares que lo acompañan se los doy, por partes iguales, a dos asociaciones caritativas de México: los "Amigos de los Animales", de la señora Martha Alarcón de la ciudad de Jalapa; y los "Animales Desamparados", de la señora Patricia Rico de la ciudad de México. En mi encuentro del lunes con los jóvenes universitarios que tendrá lugar en esta misma sala, se los entregaré a las señoras.
             Habría preferido que esos dólares se los hubiera dado la FIL directamente a ellas sin pasar por mí, porque cuando tomo dinero me tengo que lavar las manos, pero no pudo ser por razones burocráticas. Eso de la lavada de las manos es una manía que me viene de la infancia, de la educación familiar. Cada que cogíamos una moneda, mi mamá nos decía: "Vaya lávese las manos m'hijo, que tocó plata". (Allá a los niños les hablan de "usted".) De unos niños educados así, ¿qué se podía esperar? Puros pobres. Me hubieran educado en la escuela del PRI, y hoy estaría millonario. ¡Pero qué iba a haber allá PRI! Medellín era una ciudad encerrada entre montañas, lejos del mundo y sus adelantos. Y mi mamá viendo microbios por todas partes como si fuera bacterióloga. No. Era una señora de su casa entregada a la reproducción como quiere el papa, una santa. ¡Cómo la hicimos sufrir! Muy merecido. ¡Quién la mandó a tener hijos! 
           De México supe por primera vez de niño, una noche de diciembre próxima a la navidad, lo recuerdo muy bien. Estábamos en el corredor delantero de Santa Anita, la finca de mis abuelos, con mis abuelos, rezando la novena del Niño Dios. Entonces éramos pocos, cinco o seis, aunque después fuimos muchos. Mis papás tenían instalada en Medellín una fábrica de niños: niños carnívoros que alimentaban con costales de salchichas, unos demonios, unas fieras, todos contra todos, mi casa era un manicomio, el pandemónium. El papa, Pío Doce, les mandó de Roma un diploma que un vecino nos compró en la Via della Conciliazione con indulgencia plenaria (que costaban más), para que se fueran los dos derechito al cielo sin pasar por el purgatorio por haber fabricado tanto niño que se les habrían de reunir todos allá a medida que el Señor los fuera llamando. ¡Qué nos iba a llamar! Nos hemos ido yendo de uno en uno a los infiernos y el que nos llamó fue Satanás. 
                Santa Anita estaba entre los pueblos de Envigado y Sabaneta, en la mitad de la carretera que los une, a ocho kilómetros de Medellín, lejísimos. Hagan de cuenta saliendo de la Ciudad de México camino de Tlanepantla. Teníamos que ir en carro, en el Ford de mi papá. Si no, habríamos podido ir en burro: en la burrita de la canción de Ventura Romero: "Arre que llegando al caminito, achimichú, achimichú. Arre que llegando al caminito, achimichú, achimichú". Tarata tata tara tara tata tata tara tara tata tata tara tata tá. "¡Burra! ¡Burra! Ya vamos llegando a la Mesa de Cacaxtla. ¡Burra! Arre que llegando al caminito, achimichú, achimichú a mi burrita y aunque vaya enojadita porque no le di su alfalfa porque no le di su máiz". ¡Qué raro! También en Antioquia decíamos "máiz"! Antioquia es hagan de cuenta Jalisco. El disco de la burrita lo trajeron mis papás de México esa noche. En setenta y ocho revoluciones que era los que había entonces. Una aguja gruesa iba de surco en surco tocándolos (los surcos que abrían en la tierra las yuntas de bueyes roturando los campos de Sayula hace cien años, cuando pasó por aquí mi paisano el poeta Porfirio Barba Jacob), y de tanto tocarlos uno los discos se rayaban y la aguja se atascaba en el rayón, y seguía tocando lo mismo, lo mismo, lo mismo. "Pobrecita mi burrita ya no quiere caminar, da unos pasos p'adelante, otros pasos para atrás..." El disco me sigue resonando desde entonces, atascado, en mi corazón rayado.      
        Venían de México por el camino de entrada de Santa Anita en dos carros, con los faros rompiendo la oscuridad. Pero en el corredor nosotros no estábamos a oscuras, no: iluminados. ¡Cómo íbamos a rezar a oscuras la novena del Niño Dios! Además en Medellín ya había luz eléctrica. Yo seré viejo pero no tanto. Yo soy posterior al radio y al avión. El que sí me tocó ver llegar fue el televisor, la caja estúpida. Estaban también encendidas esa noche las luces del pesebre, el nacimiento, donde nacía en lo alto de una montaña el Niño Dios. Lucecitas verdes, rojas, azules, amarillas, de todos los colores. Nos íbamos ya a dormir cuando llegaron. Venían cargados de juguetes. Maromeros de cuerda que daban volteretas en el aire... Jeeps con llantas de caucho, o sea de hule... Sombreros de charro para niños y para viejos... Una foto de mis papás en La Villa manejando avión. Las trescientas sesenta y cinco iglesias de Cholula. Un tren eléctrico. La Virgen de Guadalupe. Pocas veces he visto brillar tan fuerte, enceguecedora, la felicidad. Y con el disco de Ventura Romero de la burrita traían, en el álbum de las maravillas, a José Alfredo Jiménez y a Rubén Méndez: "Ella", "Pénjamo", y ese "Senderito" que me rompe el alma cantado por Alfredo Pineda, que fue el que amó Medellín. Y al más grande de todos, Fernando Rosas, de Jerónimo de Juárez, Estado de Guerrero, el de la "Carta a Eufemia": "Cuando recibas esta carta sin razón, Ufemia, ya sabrás que entre nosotros todo terminó, y no la des en recibida por traición, Ufemia, te devuelvo tu palabra, te la vuelvo sin usarla, y que conste en esta carta que acabamos de un jalón". ¡Muy bien dicho, tocayo, a la China con la méndiga! El fraseo perfecto, la dicción perfecta, y eso que mi tocayo era de Guerrero y cuando hablaba no podía pronunciar las eses. Y las trompetas burlonas detrás de él haciendo jua, jua, jua, en el registro bajo, riéndose de mí y del mundo, y detrás de ellas punteando, siguiéndolas como unos gordos cojos, los guitarrones: do, sol; do, sol; do, sol. Tónica, dominante; tónica, dominante; tónica, dominante. Sólo eso van diciendo, pero sin ellos no hay mariachi, como sin muerto no hubo fiesta
        ¡Ah!,  se me olvidaba Chava Flórez, el compositor, el genio de los genios, amigo de mi tocayo Fernando Rosas! Juntos echaron a rodar por el mundo "Peso sobre peso", la canción más burlona: "Mira, Bartola, ái te dejo estos dos pesos. Pagas la renta, el teléfono y la luz. De lo que sobre, coges d'iái para tu gasto. Guárdame el resto pa comprarme mi alipús". Ta ra ta ta ta tán. Ésa era la que le cantaba todavía a México el PRI cuando llegué de Nueva York hace cuarenta años. Y se la siguió cantando otros treinta, hasta ajustar setenta, cuando los tumbó mi gallo. ¡Qué noche tan inolvidable aquella cuando lo dijeron por televisión! Tan esplendorosa, o casi, como la de la finca Santa Anita de que les he hablado. Fernando Rosas murió joven, una noche, allá por 1960, en Acapulco. Lo mataron por defender a un borracho al que estaba apaleando la policía. Fernando Rosas, tocayo, paisano, te mató la policía de Acapulco, los esbirros del presidente municipal. La siniestra policía del PRI, semillero de todos los cárteles de México.
             Mi gallo era un gallo con botas. No bien subió al poder y se instaló en los Pinos, se infló de vanidad y se transformó en un pavorreal, y el pavorreal en un burro, y la quimera de gallo, pavorreal y burro empezó a rebuznar, a rebuznar, a rebuznar, día y noche sin parar, hasta que ajustó seis años, cuando se le ocurrió, como a Perón con Evita o con Isabelita, que podía seguir rebuznando otros seis a través de su mujer. No se le hizo, no pudo ser. Hoy de vez en cuando rebuzna, pero poco, y lo critican. ¡Por qué! Déjenlo que rebuzne, que se exprese, que él también tiene derecho. Yo soy defensor de los animales. Yo quiero a los burros, a los pavorreales, a los perros, a los gallos. Cuando estoy cerca de ellos se me calma unos instantes el caos de adentro y creo sentir lo que llaman la paz del alma.
           Yo venía pues de Nueva York, una ciudad de nadie, un hormiguero promiscuo que nunca quise, y de un país que tampoco, plano, soso, lleno de gringos ventajosos y sin música. Los anglosajones no nacieron para la música: se enmarihuanan y con una guitarra eléctrica y un bombo hacen ruido. Mi primera noche en México, en la plaza Garibaldi, ¡cómo la voy a olvidar! Cien mariachis tocando cada cual por su lado en un caos hermoso. Todo lo que tocaban me lo sabía. Y más. Yo sabía de boleros y rancheras lo que nadie. Entré al Tenampa. ¿La hora? Diez de la noche. Me sentía como un curita de pueblo tercermundista entrando al Vaticano por primera vez, y que se arrodilla para comulgar. Yo también comulgué, pero con tequila. Desde un mural de una pared enmarcado por unos tubos fluorescentes de colores me miraba José Alfredo, y en la noche del Tenampa brillaba el sol de México. "¿Qué más va a tomar, joven?", me preguntó el mesero. "Otro". Entonces sí estaba joven, pero hoy me siguen preguntando igual: "¿Qué va a tomar joven?" ¡Cómo no va a ser maravilloso un país donde la gente ve tan bien!
           Y el amanecer, mi primer amanecer, ¡qué amanecer! Había llegado a un hotelito viejo, pobre, del centro, de altos techos, fresco, de otros tiempos, el más hermoso en que haya estado. Me despertaron las campanas y los gallos. ¿Tañido de campanas? ¿Canto de gallos? ¡Claro, los gallos de las azoteas y las campanas de las iglesias, y el sol entrando por mi ventana! ¡Y yo que venía del invierno de Nueva York donde amanecía a las diez y oscurecía a las cuatro y se me achicaba el alma! Salí a la calle, al rumor envolvente de la calle. México vivo, el del pasado más profundo, el eterno, el mío, el que se ha detenido en mi recuerdo, el de siempre, el que no cambia, el que no pasa, el de ayer. "¿En qué estás pensando, México? ¿A quién quieres para quererlo? ¿A quién odias para odiarlo?" Inescrutable. Ni una palabra. Jamás me contestó. Entonces aprendí a callar. Y han pasado cuarenta años desde esa noche en el Tenampa y ese amanecer en ese hotelito de la calle de Isabel la Católica y esa mañana soleada, y me fui quedando, quedando, quedando, y aquí he escrito todos mis libros y hoy me piden que hable, pero como México calla, yo tampoco pienso hablar. Sólo para decirles que me siguen resonando en el alma unas canciones.
          Yo digo que la muerte no es tan terrible como se cree. Ha de ser como un sueño sin sueños, del cual simplemente no despertamos. Yo no la pienso llamar. Pero cuando llegue y llame a mi puerta, con gusto le abro.
          Nadie tiene la obligación de hacer el bien, todos tenemos la obligación de no hacer el mal. Y diez mandamientos son muchos, con tres basta:
         Uno: no te reproduzcas que no tienes derecho, nadie te lo dio; no le hagas a otro el mal que te hicieron a ti sacándote de la paz de la nada, a la que tarde que temprano tendrás que volver, comido por los gusanos o las llamas.
             Dos: respeta a los animales que tengan un sistema nervioso complejo, como las vacas y los cerdos, por el cual sienten el hambre, el dolor, la sed, el miedo, el terror cuando los acuchillan en los mataderos, como lo sentirías tú, y que por lo tanto son tu prójimo. Quítate la venda moral que te pusieron en los ojos desde niño y que hoy te impide percibir su tragedia y su dolor. Si Cristo no los vio, si no tuvo ni una palabra de amor por ellos, ni una sola (y búscala en los evangelios a ver si está), despreocúpate de Cristo, que ni siquiera existió. Es un burdo mito. Nadie puede probar su existencia histórica, real. Tal vez aquí el cardenal Sandoval Íñiguez...
           Y tres:  no votes. No te dejes engañar por los bribones de la democracia, y recuerda siempre que: que no hay servidores públicos sino aprovechadores públicos. Escoger al malo para evitar al peor es inmoral. No alcahuetees a ninguno de estos sinvergüenzas con tu voto. Que el que llegue llegue respaldado por el viento y por el voto de su madre. Y si por la falta de tu voto, porque el día de las elecciones no saliste a votar un tirano se apodera de tu país, ¡mátalo!

jueves, 24 de noviembre de 2011

Culturas de la empatía


Por Feitz Breithaupt

Hace un par de años, cierta vez me quedé conversando un rato con algunos colegas después de un grupo de lectura. Nuestro trabajo concentrado en el texto ya había concluido, por lo cual podíamos dejar vagar libremente nuestros pensamientos. La conversación nos llevó a la cuestión de la empatía, tema sobre el cual, tal como mis colegas sabían, yo quería dictar un curso. Surgió una pregunta simple: la empatía ¿es algo que la mayoría de las personas percibe mediante patrones similares o no? ¿Existe una escena primaria de la empatía que todos compartimos? Decidimos hacer la prueba, que cada uno contara su recuerdo más claro de un momento en el que se hubiera puesto en la piel de otro. La primera de las historias que se contaron ese día fue la siguiente:

"En mi primer departamento de estudiante había un ratón. Cada tanto lo oía en la cocina y veía sus huellas, pero no lograba atraparlo. Una mañana entré en la cocina y sentí un ruido extraño, como de arañazos, que provenía de la pileta. Me acerqué y descubrí que el ratón se había caído en la pileta. No tenía cómo sujetarse de las paredes resbaladizas y había quedado atrapado. Me quedé contemplándolo unos instantes, y él me miró a mí. Después abrí el grifo, y entonces el ratón fue arrastrado junto con el agua hacia el garbage disposal (una trituradora eléctrica de basura). Entonces apreté el botón."

Esta historia es notable en múltiples sentidos. Aquí la empatía no es la simpatía* positiva por otra persona que está en apuros, sino que se asocia más bien inmediatamente a una conciencia criminal, a un cargo de conciencia. Además, es probable que la similitud entre la persona que empatiza y el ratón sea relativamente escasa. En cambio, hay toda una historia previa que enfrenta al humano y al ratón. Sin embargo, esta historia, al menos para su narrador, representa una experiencia de empatía que establece un lazo entre él y el ratón.

Por el momento, no abordaremos la cuestión de si esta historia del pobre ratón tiene realmente las características de una escena primaria de la empatía (en el capítulo iv de este libro  se elabora una propuesta de cómo podría ser una escena primaria semejante).Lo importante en este caso es que antes del episodio con la trituradora de basura el narrador estaba lejos de sentir compasión o simpatía por el ratón. Es evidente que algo en esa situación lo llevó a deponer su actitud neutral o negativa. Por lo tanto, es posible que la empatía pueda ser activada o desactivada. Esta suposición, por simple que suene, fue  el punto de partida de Culturas de la empatía.

* En alemán “mitgefühl”. En el presente trabajo, el término “simpatía” no está usado en su sentido corriente, sino que debe entenderse en forma neutral, es decir, como la relación en virtud de la cual la acción de un individuo induce la misma emoción en el otro (ya sea ésta positiva o negativa).
Consecuentemente, “simpatizar con el otro” (mitfühlen) signifi ca aquí “sentir la misma emoción que él”. El autor da cuenta en el texto de la evoluciónhistórica del concepto, alternando su uso con el de “mitleid”, que es el término utilizado por Lessing (y traducido aquí como “compasión”), y con el
de “sympathy”, utilizado por David Hume. [N. de la T.].
**Agradecemos el permiso de reproducción de la Editorial Katz

viernes, 18 de noviembre de 2011

¿Quién es el que anda ahí? (Sobre el filme: La cosa de otro mundo)

Por Jaime Perales Contreras.


El escritor de ciencia ficción John Wood Campbell en su nouvelle titulada: Who Goes There? (¿Quién es el que anda ahí?),  publicada en 1938, se preguntó lo siguiente: ¿Qué pasaría si una criatura tuviera la capacidad de transformarse en cualquier animal o persona y absorbiera todos sus recuerdos y habilidades? Además, como ventaja adicional, esta criatura no tendría depredadores naturales debido a que tendría la facultad de imitarlos. La respuesta es muy sencilla: ¡Conquistaría el mundo! Referida despectivamente en la novela como La cosa este ser vegetal asimila el cuerpo de cualquiera,  sin prejuicio alguno, con un propósito incierto, aunque se sospecha que no es precisamente muy recomendable.
La novela, hasta la fecha, ha inspirado tres filmes. La primera versión de la historia  de Campbell fue dirigida en 1951 por Howard Hawks, alias El halconero, como lo apodó el escritor cubano Guillermo Cabrera Infante, y Christian Nyby. La cosa fue caracterizada por el actor James Arness, el famoso Marshal Matt Dillon, de la longeva serie de televisión  La ley del revólver, el cual con sus impresionantes dos metros y fracción de estatura complementados con una cara enlodada de maquillaje, colmillos falsos y gruñidos atemorizantes, ayudaron a representar a este monstruo intergaláctico que se dedicó, durante toda la película, a aterrorizar y liquidar como mosquitos, al grupo de expedicionarios en La Antártida. La película fue un éxito absoluto, aunque  el guión escrito por el propio Howard Hawks, en colaboración con Charles Lederer y Ben Hecht, estuvo muy alejado de la novela de Campbell.
Treinta y dos años después, un joven aficionado al cine de Hawks, llamado John Carpenter, decidió hacer una versión más digna de la novela, llamada La cosa de otro mundo. La versión de Carpenter, no sólo sigue de manera más fidedigna la historia, sino que la mejora en mucho. Hay más acción y la criatura tiene las características que se describen en  la ficción del novelista norteamericano. Protagonizada por Kurt Russell, el filme, no fue un éxito de momento. Sin embargo, actualmente La cosa de otro mundo se considera no sólo un filme de culto, sino una de las 100 películas de horror más memorables en la historia del cine.
En este año, se hizo otro homenaje, pero esta vez, a la película de Carpenter, titulada con el mismo nombre. La película es una precuela. Se sitúa en 1982, exactamente, al poco tiempo que ocurre  el filme del director de Halloween y de Escape de Nueva York. Es decir, nos explica el momento  en que un grupo de expedicionarios noruegos y norteamericanos en el Polo Sur, se encuentran por primera vez con el ser de otro planeta y concluye exactamente cuando inicia la película de John Carpenter.
La película se esperaría aburrida debido, a que, si se vio la versión de Carpenter, se sabe de antemano el desenlace de los expedicionarios. Sin embargo, el filme está muy bien llevado por su director Matthijs van Heijningen Jr.  La criatura, a  casi treinta años de la adaptación fílmica de John Carpenter, nos provoca saltar de la butaca en más de una ocasión.
Curiosamente, a diferencia de las otras dos versiones, la protagonista es una mujer (Mary Elizabeth Winstead), quien, su personaje, nos recuerda fácilmente a Ellen Ripley, la valiente astronauta mujer que desafía a Alien,  otra criatura memorable del cine de ciencia ficción y horror, caracterizada por Sigourney Weaver. 
 La cosa de otro mundo es un filme interesante en donde la trama y la acción de la película le harán dudar si la persona que la acompaña a verla, no es un ser de otro planeta.

martes, 15 de noviembre de 2011

El poeta en el mundo


Por Antonio Muñoz Molina


La gran ventaja de la ignorancia es que permite de vez en cuando la alegría del descubrimiento. Yo escribo ahora mismo urgido por esa alegría, por el asombro de haber encontrado una escritura de la que hasta hace unos días no sabía nada y que ahora va conmigo como una voz nueva y fiel, con esa suprema cualidad portátil que tiene la poesía, gracias a la cual uno puede llevar en el bolsillo la obra completa de una vida. El mes pasado, cuando oí o leí el nombre del ganador del Nobel de Literatura, me encogí de hombros, casi como todo el mundo, con ese instinto de recelo o indiferencia hacia lo desconocido del que no está libre nadie. Un poeta sueco. Un poeta sueco con un nombre que uno nunca ha escuchado y que no se le queda en la memoria. Tomas Tranströmer. Uno, aunque no lo quiera, es tan provinciano que automáticamente considera falto de mérito o poco importante a un escritor por el simple hecho de que nunca ha escuchado su nombre. Como si uno lo supiera todo.
Pero encontré aquí y allá opiniones favorables de personas de las que me fío y me despertó simpatía la imagen de ese hombre reducido al silencio y paralizado a medias que tenía en las fotos una cara de inteligencia y bondad y que sigue tocando el piano aunque apenas pueda hablar. Me prometí que leería algo, aun con la expectativa limitada de la traducción. Leer poesía traducida es aceptar que uno está perdiéndose en el mejor de los casos entre la cuarta parte y la mitad de lo que hay en el original. Leer poesía traducida de una lengua que uno ignora por completo es saltar al vacío. Poesía, argumentan algunos derrotistas, es precisamente aquello que se pierde al ser traducido.
Hay poetas, poemas, que resisten bien la traducción. Antonio Machado y Federico García Lorca, que nunca faltan en las secciones de poesía de las buenas librerías americanas, se leen con una claridad magnífica en inglés. Una buena parte de la gran poesía americana, su naturalidad expansiva, viaja bien al español: incluso la solemnidad visionaria de Wallace Stevens, o el fraseo fingidamente coloquial de William Carlos Williams, que tradujo por cierto a Miguel Hernández, y que a veces tiene un ritmo entrecortado como de Jorge Manrique. Y hay fenómenos prodigiosos como las traducciones que ha hecho Edith Grossman de los sonetos que a uno le parecen más intraducibles de Quevedo o de Góngora, o el más difícil todavía de las Soledades, que cuando Edith las recita en inglés parece que se escribieron en esa lengua y también que preservan intactos los retorcimientos y los relumbres de Góngora.
Pero cómo sería posible trasladar al español la cantinela de metrónomo o de redoble fúnebre de Baudelaire o de Mallarmé, o esa música sofisticada que dicen que hay en la poesía rusa. O la tensión sintética de la poesía latina, que une entre sí las palabras con una fuerza recóndita tan poderosa como la que une los protones y los neutrones en el núcleo de un átomo.
Tengo la intuición de que Tomas Tranströmer sí puede ser razonablemente bien traducido. Hace unos días, en la primera librería de Nueva York en la que entré con algo de hambre atrasada después de meses de ausencia, vi de nuevo su nombre que había olvidado y un volumen austeramente editado en blanco y negro por New Directions que contiene toda su obra poética en prosa y verso en poco más de doscientas cincuenta páginas. Se titula The Great Enigma, y el traductor al inglés es Robin Fulton. Uno a veces compra los libros no porque tenga verdadero interés sino por la simple gula de comprarlos. Pero New Directions es la editorial que publicó originalmente a William Carlos Williams, y también a mi muy admirada Denise Levertov, y parece que sus libros tienen una astucia sutil para deslizarse entre los dedos del lector aturdido o abrumado por un exceso de posibilidades. No puedo imaginar cómo sonarán en sueco los poemas de Tomas Tranströmer. Pero en inglés, en un banco en un parque al sol de noviembre, en un vagón de metro, en una noche silenciosa de insomnio, junto a una ventana en una tarde en la que ha cambiado la hora y se hace de noche inesperadamente, esa poesía desconcierta un poco primero como una música que uno no ha escuchado nunca y después se impone, gradualmente, hasta un punto parecido a la intoxicación, o a lo que llamó Claudio Rodríguez el don de la ebriedad.
La mejor literatura tiene un efecto físico. Provoca una inundación de vehemencia, como la inundación de endorfinas de una carrera o de una caminata larga y sostenida. Es el efecto físico de Whitman, o del Antiguo Testamento, el de Campos de Castilla o Poeta en Nueva York, el de Las flores del mal, el de Moby Dick o ciertos capítulos de Ulises. Yo he salido a caminar durante dos horas a lo largo de la orilla del río Hudson y he llevado conmigo los poemas de Tomas Tranströmer. Hay que encontrar el ritmo de la caminata, lo primero de todo. Hay que adaptar el oído: como cuando uno se familiariza despacio con una música rara y poco a poco arrebatadora, los cuartetos de cuerda de Béla Bartók, la música de cámara de Elliott Carter, los Preludios de Ligeti. Al principio la voz de Tranströmer es así de chocante. No la hemos escuchado nunca. No se parece a ninguna otra. Lo cotidiano y lo visionario se superponen en el mismo poema, los paisajes de la naturaleza y los de los sueños, la pesadumbre sórdida de la soledad y la franca alegría del amor. Unas veces la forma se contiene hasta la concisión de un haiku: otras se expande en anchas corrientes narrativas, a la manera de Eliot en los Cuatro cuartetos o de los encabalgamientos de Whitman o las amplitudes épicas de Derek Walcott, con su confianza casi insolente en la potestad de la poesía para abarcar el mundo.
Pero en Tranströmer hay, junto a la posibilidad de la desmesura, una contención probablemente escandinava. Es un Whitman o un Walcott metido para adentro, un Eliot sin solemnidades litúrgicas, aunque con una intuición severa de lo sagrado. Me paro a descansar en mi caminata frente al río y abro de nuevo el libro de Tranströmer. Qué mezquindad, qué apocamiento que la literatura se mida con la literatura, el arte con el arte. Con lo que la literatura y el arte tienen que medirse es con el mundo, con la misma vida, como se miden las manos extendidas de hierro de Eduardo Chillida con el mar Cantábrico, o los enanos de Velázquez y los fusilados de Goya con nuestra pobre condición humana. Frente a la anchura del Hudson leo Bálticos, el poema más largo de Tomas Tranströmer, que arranca hablando de su abuelo materno cuando pilotaba buques en la bruma incierta del mar, y la poesía, incluso traducida, resiste la confrontación con ese paisaje desmedido.
En cuanto termine de escribir y haya mandado esta crónica seguiré leyendo.

The Great Enigma. Tomas Tranströmer. Traducción de Robin Fulton. New Directions, 2007. 288 páginas. ndbooks.com/book/the-great-enigma. Tomastranstromer.net. En español, la obra de Tomas Tranströmer está publicada en Nordicalibros, Hiperión y bid & co editor, y en catalán en Periféric. antoniomuñozmolina.es

Major Mexican Photographers at the SFMOMA



From March 10 through July 8, 2012, the San Francisco Museum of Modern Art (SFMOMA) will present the exhibition Photography in Mexico: Selected Works from the Collections of SFMOMA and Daniel Greenberg and Susan Steinhauser. Exploring the distinctively rich and diverse tradition of photography in Mexico from the 1920s to the present, the exhibition showcases works by important Mexican photographers as well as major American and European artists who found Mexico to be a place of great artistic inspiration.  
Organized by SFMOMA Assistant Curator of Photography Jessica S. McDonald, the selection of more than 150 works draws from SFMOMA's world-class photography holdings and highlights recent major gifts and loans from collectors Daniel Greenberg and Susan Steinhauser. The presentation reflects the collections' particular strengths, featuring photographs made in Mexico by Tina Modotti, Paul Strand, and Edward Weston, along with works by key Mexican photographers including Lola Alvarez Bravo, Manuel Alvarez Bravo, Manuel Carrillo, Héctor Garcia, Lourdes Grobet, Graciela Iturbide, Enrique Metinides, Pedro Meyer, Pablo Ortiz Monasterio, and Mariana Yampolsky.
The exhibition begins with the first artistic flowering of photography in Mexico after the Mexican Revolution (1910–1920) and goes on to look at the explosion of the illustrated press at midcentury; the documentary investigations of cultural traditions and urban politics that emerged in the 1970s and 1980s; and more recent considerations of urban life, globalization, and issues particular to the U.S.-Mexico border region.
Rather than attempting to define a national style, the exhibition considers the range of approaches and concerns that photographers in Mexico have pursued over time. As McDonald notes, "There is no one 'Mexican photography,' but one strand that runs throughout is a synthesis of aesthetics and politics. We see that with Manuel Alvarez Bravo, and we still see it in work made decades later."
As arts and culture flourished in Mexico after the Revolution, many European and American artists were drawn to the country. Among them were Edward Weston and Tina Modotti, who arrived in Mexico in 1923. Inspired by what they saw there, Weston and Modotti in turn motivated Mexican photographers to pursue the medium's artistic possibilities; their influence helped "give Mexican photographers confidence that art photography was a viable path," says McDonald. Hence, the exhibition opens with a selection of works made in Mexico by Modotti, Weston, his son Brett Weston, and Paul Strand during the 1920s and 1930s.
One of the Mexican photographers encouraged by Modotti and Weston was Manuel Alvarez Bravo, who went on to become one of the most influential photographers and teachers in the country's history as well as a key figure in the broader international history of the medium. The exhibition features a substantial number of major works by the photographer, many of them donated or loaned to SFMOMA by Daniel Greenberg and Susan Steinhauser. In considering Alvarez Bravo's career, the exhibition illuminates the birth and development of a tradition of art photography in Mexico. The presentation also includes a selection of works by Alvarez Bravo's first wife, Lola Alvarez Bravo, an important photographer in her own right who established a successful commercial and artistic practice.
In mid-20th-century Mexico, as in the United States and Europe, earning an adequate income as an art photographer was an unlikely proposition. Instead, many photographers made a living through photojournalism, contributing to the numerous illustrated publications in circulation during this period. In the decades following the Revolution, there was great interest in traditional ways of life and in defining what it meant to be Mexican. Some photographers, such as Manuel Carrillo, created images documenting the nation's traditions and celebrating its common people. Others, like Hector Garcia and Rodrigo Moya, rejected this sentimental approach, focusing instead on contemporary concerns and the political and social turbulence that continued to influence post-revolutionary Mexican life.
The late 1960s and 1970s saw the rise of critical theory and a new interest in investigating the nature of photography as a medium; in Mexico as elsewhere, there were more opportunities to study photography and to pursue noncommercial projects. A number of Mexican photographers, such as Lourdes Grobet, Graciela Iturbide, Pedro Meyer, and Pablo Ortiz Monasterio, created extended documentary series. Iturbide lived among indigenous people and recorded the details of their daily lives; Grobet focused on wrestling and the cultural concept of the mask; Ortiz Monasterio captured gritty, dystopian views of Mexico City. The exhibition draws extensively on gifts from Daniel Greenberg and Susan Steinhauser to represent directions in Mexican photography of the 1970s and 1980s.
Since the 1990s, the attention of many Mexican photographers has turned away from cultural traditions and rural landscapes and toward the cities and suburbs where many Mexicans now live. Works by Katya Brailovsky, Alejandro Cartagena, Pablo Lopez Luz, Daniela Rossell, and Yvonne Venegas reflect this interest in the changing social landscape, looking at issues of wealth and class, urbanization and land use, and the effects of the globalized economy.
The exhibition closes with contemporary international photographers' perspectives on U.S.-Mexico border issues. Images by Mark Klett, Victoria Sambunaris, and Alec Soth consider the border as landscape, while works by Elsa Medina, Susan Meiselas, and Paolo Pellegrin document the experiences of migrant workers and people trying, successfully or unsuccessfully, to cross into the United States.
List of Photographers Included
Katya Brailovsky, Lola Alvarez Bravo, Manuel Alvarez Bravo, Manuel Carrillo, Alejandro Cartagena, Eduardo del Valle and Mirta Gomez, Pia Elizondo, Dave Gatley, Oscar Fernandez Gomez, Héctor Garcia, Lourdes Grobet, Graciela Iturbide, Geoffrey James, Mark Klett, Pablo Lopez Luz, Elsa Medina, Susan Meiselas, Enrique Metinides, Pedro Meyer, Tina Modotti, Rodrigo Moya, Pablo Ortiz Monasterio, Paolo Pellegrin, Antonio Reynoso, Daniela Rossell, Mark Ruwedel, Victoria Sambunaris, Alec Soth, Paul Strand, Yvonne Venegas, Brett Weston, Edward Weston, and Mariana Yampolsky.
Images:
1.-Iturbide
2.-Yampousky
3 .-Álvarez Bravo
4 .-García
5.- Meiselas

domingo, 13 de noviembre de 2011

Two Poems by Claire Joysmith


TASTE OF LIFE
two coins 
clamped
between a grin
hard grip on 
a rusty bike   
speeding  
to some
destination: 
dirt road 
or cul-de-sac?
thirteen 
perhaps
a lucky year
no pockets
two coins
the wind 
speaking behind 
destiny-bound:
what more 
to life?



LINES COMPOSED BENEATH 
WEST KENNETT LONG BARROW*
The Romantics wove 
myriad ages of my being
into their poetry
even as I knew not 
of their green grass meadows
of sloping love and 
dozing distant bowers
dark hued burial mounds
skies thick with clouds
shadows cast from turrets
into oceans of liquid steel—
I had only known 
terracotta Mexican soil
trampled, barren, blood soaked
Quetzalcoatl’s plumes and shadows
ánima inhabited pirámides
a lake turned mud and asphalt
Cortés riding on a pedestal 
in a town square
I had known blood rivers run 
underground haunting 
kernels of timed out silence 
moving rhythmic to tortured 
Inquisition cries chiseled 
into treacherous Hacienda stone
I had known of Independence cries
a hell-torn Catrina Revolution
overnight etched borders in spilt
ink and blood on pennies tinkling 
into voracious foreign pockets
I had known eagle winged beings 
soar in tawny dreams 
woven from ancient songs
temazcal cleansing fires and 
cascabel nakedfoot dances—
I had not known 
of the darkling thrush
or nightingale odes 
except as black on white creatures
captured alive between faded guardian covers
I treasured and puzzled over 
etched onto student writing pads
during lonely nights 
their melodies lullabies for
wisps of memories unforgotten
So when I saw the lush patchwork green
those gentle hillocks, cornflower heads 
nodding in common happiness
as in Wordsworth’s daffodil dance
his solitary reaper and wandering cloud
so when I smelt the heavy dank stone and moss
felt sunless sea depths of quiet 
in the cavernous West Kennett Long Barrow 
I knew 
in a single breath
all I had long known.

*Neolythic tomb (barrow) near Silbury Hill, close to Avebury in Wiltshire, England. Its construction commenced in 3600 BC (predating Stonehenge) and remained in use for almost a thousand years.

jueves, 10 de noviembre de 2011

Lobos con piel de oveja (Sobre La deuda—Al filo de la mentira--)

Por  Jaime Perales Contreras
El doctor Joseph Mengele, el conocido criminal nazi, apodado El ángel de la muerte, oculto por muchos años en Sudamérica,   ha inspirado, por lo menos, tres filmes de acción memorables: Maratón de la muerte, Los niños del Brasil y ahora, recientemente, The Debt (La Deuda), --traducida como Al filo de la mentira--, dirigida por John Madden..  
La deuda cuenta la historia de tres jóvenes agentes del Mossad, Rachel (Jessica Chastain), David (Sam Worthington) y Stephan (Marton Csokas) que, en 1965, tienen como misión capturar vivo en Berlin Oriental, al doctor Dieter Vogel (Jesper Christensen), mejor conocido como el cirujano de Birkenau, y llevarlo a Israel para que sea juzgado por sus crímenes contra la humanidad..  
La historia de esta misión presenta dos planos: El pasado y un presente que ocurre treinta años después. Los personajes de este presente son caracterizados por Helen Mirren como Rachel, Ciaran Hinds como David y Tom Wilkinson como Stephan.
La misión, como es de esperarse, no tiene éxito y el título del filme es precisamente la clave para que uno de los agentes regrese a pagar una deuda no saldada con la historia.
Las dos figuras de la vida real que inspiraron el filme, como ya se mencionó, es Mengele y, muy probablemete, la vida del famoso cazador de nazis, Simon Wiesenthal, quien se dice que Mirren estudió su biografía con cuidado para poder ambientar su personaje en el tema del holocausto.  
Hay tres actuaciones importantes en la película. Se le ha comparado a Jessica Chastain con Boticceli y a su alter maduro Helen Mirren, como Renoir. Sin embargo, la mejor actuación es la de Picasso, el villano Vogel, quien, prisionero de los tres jóvenes, lo único que le queda, como defensa, es su larga y venenosa lengua. En una escena, le grita, casi le escupe a Rachel: Ustedes, los judíos jamás han aprendido a matar, sólo han aprendido a morir (You Jews, you don’t know how to kill. You only know how to die).
La actuación de Christensen, no sólo es la de un villano destacado, sino que, al estar preso, su intimidación  sobre Jessica Chastain, recuerda, en ocasiones, a Anthony Hopkins, el Anibal Lécter, de El silencio de los inocentes, pero, más que eso, su atavío de oveja, oculto, disfrazado como ginecólogo, en Berlín Oriental, nos hace pensar en lo que Baudelaire escribió, en uno de sus ensayos, sobre el diablo, quien afirmaba que es sumamente astuto, porque nos convence de su inexistencia.
La encarnación de Christensen del maligno doctor Vogel, hace pensar, definitivamente, en la existencia del diablo.
El filme La deuda, está basado en la película israelí del mismo nombre, realizada en el año 2007.

lunes, 7 de noviembre de 2011

Poemas de Tomás Segovia

Algo debe morir cuando algo nace


Algo debe morir cuando algo nace;
debe ser sofocado; y su sustancia
chupada para ser riego o lactancia
en que otro ser su urgencia satisface.


No habrá otra hora pues en que te abrace
mientras muerdo en la cándida abundancia
de tus dos pechos; no habrá ya otra instancia
en que tu cuerpo con mi cuerpo enlace;


no penetraré más en la garganta 
anfractuosa de tu sexo alpino.
Tú a otra luz amaneces; yo declino.


Mi degollado ardor tu altar levanta,
mi reprimida hambre te alimenta,
y el yermo de mi lecho te cimenta.


Desnuda aún, te habías levantado

Desnuda aún, te habías levantado
del lecho, y por los muslos te escurría,
viscoso y denso, tibio todavía,
mi semen de tu entrada derramado.

Encendida y dichosa, habías quedado
de pie en la media luz, y en tu sombría
silueta, bajo el sexo relucía
un brillo astral de mercurio exudado.

Miraba el tiempo absorto en el espejo
de aquel instante, una figura suya
definitiva y simple como un nombre:
mi semen en tus muslos, su reflejo
de lava mía en luz de luna tuya
alba geológica de mujer y hombre

Desmesura

Esta rauda luz blanca borra todo,
ofusca de evidencia,
¿Soportaremos, vacilantes, el embate
de la dicha impensable?

Pero pon, desmesura,
otra flecha en tu arco.

¿Quién pedirá razones del exceso
de tu lenguaje,
si no está para ser dicha y escuchada
tu palabra visible?

Nungún temor, desigual alegría,
te podemos hablar en pleno vuelo,
entreabrir el silencio
mostrar desnudo el pecho vulnerado.

Si calla tu hermosura
en que no hay ya expresión alguna
en toda la presencia,
tu golpe de marea
nos devuelve a la tierra,
tu luz no ha vaciado al mundo
pero digamos algo.

Tanto como un silencio pesa
cargada hasta la boca la palabra.

En las fuentes

Quién desteje el amor
Ése es quien me desteje
No es nadie
El amor se deshace solo
Como la trenza del río
   destrenzada en el mar
No estoy de amor tejido
Estoy tejido de tejerlo

De sacar de mis íngrimos telares
Este despótico trabajo
Eternamente abandonado
   el fleco que se aleja
A la disipación y su bostezo idiota
Y solo escapo de su horror
Recogiéndome todo sin recelo
En el lugar donde nace la trama

El quemado

De la mañana a la tarde
me consumes, sol; me secas
con tu gran ojo sin alma;
pero así la noche al fin
halla en mí el duro carbón
que no podrá disolver,
y al corazón seco vuelve,
sombría y fresca, la savia
que blanca le sorbió el día


jueves, 3 de noviembre de 2011

Nomás tragó saliva


Por Omar Miranda Flores
I
El Claudio tenía los ojos verdes. Había andado en la Sierra dizque haciendo estudios de campo. Era uno de esos que estudian la antropología, de los que mandan de Chihuahua con los rarámuris para que, con unos cuantos centavos, averigüen las cosas de los indios. Estuvo cinco meses en las comunidades, ¿y qué les fue a sacar a esos cabezas de piedra? Pos nada. Era un sabochi agradable y hasta guapetón, seguro pensaron, pero nomás. Se puso sus buenas tesgüinadas con ellos, eso sí. En los alcoholes y en las pirujas de la Teresa —porque no le entraba nunca a las indias— se le fue todo el dinero de los viáticos, según él mismo me platicó. Se quedó por allá dos semanas demás, de puritito dejarse llevar por la apetencia de los vicios. Los últimos sesenta pesos, los que eran para desvolverse en el tren, se los dio al hijo mudo de la mejor vieja del congal. Él tenía esos gestos; no por caridad, nomás porque de todos modos podía venirse de raite, me dijo. Mejor que fueran pa’l mocoso que tanta lástima le daba, que pa’ los del ferrocarril esos, dizque capitalistas jijos de no sé quién.
Hará cosa de un mes que pasó por Bahuichivo. Acá lo agarró la suerte. Tenía la esperanza de alcanzar un camión maderero pa’ llegar de perdido hasta el valle, ya aburrido de tanto pino. Pero como no era de por aquí, pos no sabía los tiempos de las salidas. Ya desde el día anterior habían bajado los camiones al valle de San Antonio —los pocos que bajaban—, y como ya había entrado la tarde, pos de plano tuvo que quedarse aquí en el pueblo. La gente lo vio caminar por la calle ancha. Tenía la idea de entrar a un comercio pa’ pedir un rincón de cualquier corral dónde echarse a dormir. Se veía muy fregado el cabrón, daba lástima; pero eso sí, con ese airecito de capitalino que pa’ qué le cuento, y ni qué decir de los ojotes que le echaba a uno.
II
Un hombre en Bahuichivo o trabaja en los aserraderos o se va pa’l Otro Lado; o de a tiro se pone a sembrar yerba. Jacinto es de los que se quedaron, pa’que me entienda, y el pobre tuvo la mala suerte de toparse con el Claudio. Iba con su carrucha, muy pazguato el Jacinto, ahy por donde se encaminaba con tanto gusto a esas horas. Aún había sol cuando dejó a Claudio instalado en el cuarto de tiliches de su casa, allí mismo donde las gallinas escogían pa’ empollar. Duérmase temprano, el tren pasa a las cinco, le dijo Jacinto después de hasta darle feria pa’l boleto al güerito aquel, porque el Jacinto también tenía sus gestos. Pero al pela’o ese le faltaba mucho rato para irse a dormir. El Claudio se salió a caminar por el merito rumbo que había agarrado su dizque amigo, el cara de indio este que le había dado dinero pa’l tren.
El pueblo completito era de madera cruda, pa’que me entienda; o de restos de aserradero, según se quiera ver. Todo era así: las casitas regadas por el monte invadido de gentes, cada vez más invadido; las cercas, de estacas largas largas, arrepegadas con ixtle; hasta el pellejo de los ancianos era de madera, se lo digo yo. Estos perros conservan algo de lobo, segurito iba pensando el Claudio. Bravos en sus patios, dejaban caer sobre el olor a bosque la bala de sus ladridos. En esas andaba el güerito cuando la vio. Estaba la mujer aquella metiendo a la casa a los dos mocosos, sus hijos, que ya era tarde, que cenaran para que se fueran a dormir. La Agustina tenía muy redonditos los pies, siempre descalzos, y una como soltura agradable en las manos. Pero no fue eso lo que el tipo de la ciudad se le había quedado mirando, si lo sabré yo. Los muslos firmes de la hembra fue lo que vio, cómo le redondeaban la falda de holanes largos que le gustaba ponerse cuando hacía el quehacer; y los pechitos mal contenidos en su blusa a medio abrir —también eso se le quedo mirando—, cómo le caían sabrosos cuando se agachaba… ¿En qué otra cosa se pudo haber fijado el cabrón? A ver, dígame.
III
Los ojos de la Agustina, de cara limpia aunque algo fregada por la vejez de dos alumbramientos, se encontraron por mala suerte con los ojos verdes del Claudio. El tipo le echó el mismo discurso que ya le había granjeado un lugar entre las gallinas culecas. Y ella, pos habrá sentido algo parecido a la lástima, digo yo. Ni pensó en los vecinos cuando lo metió quezque pa’ servirle un taco. Debajo de la mesa labrada muy a lo tosco, subía el olor del piso de tierra, un olor húmedo que al llegar a la altura de los codos aumentaba el sabor de las cosas. Comimos retebien esa noche: tortillas de maiz con manteca y unos buenos platotes de frijoles humeantes, con harto chile, pa’ variar. Al Jacinto siempre le ha gustado sentarse allí mismito en ese lugar donde estaba sentado el güerito. Nomás imagínese cómo se le descompuso la mueca al Jacinto cuando lo vio a la cabecera de su mesa, donde él mandaba desde hacía muy antes.
—Es de Chihuahua, traiba hambre y me dio lástima —la Agustina no daba explicaciones, describía lo que había pasado, nomás.
La muy abnegada madre, ya bien cenados, mandó a los niños a dormir. Los acomodó, fuera de toda costumbre, allá hasta el cuarto más lejano, pa’ que no fueran a escuchar lo que usted ya se imaginará.
El Jacinto sí tuvo necesidad de explicarse:
—Ella es la señora de mi primo —le decía a Claudio mientras comían—. Yo a veces vengo a ayudarla con los asuntos del hombre.
Eso fue todo lo que dijeron, nadie habló más. La Agustina estuvo cenando de pie, en lo que llevaba las tortillas del comal a la mesa. El silencio alargó su peste por varios minutos, hasta que la mujer quiso volver a hablar:
—Mejor ya váyase, Jacinto, pa’ que lo vean salir los vecinos.
—Vámonos pues, Güero —alcanzó a componer el susodicho, descontrolado por la invitación a largarse así tan de pronto.
—No, él se va a quedar aquí —dijo la Agustina, así como si nada.
El Jacinto nomás tragó saliva. Sus puños no se permitieron un golpe ni en la mesa ni al cerrar la puerta.
Ya solos, todo fue que el Güero la tocara por los hombros, que la tomara luego de las caderas pa’, bien pegado, arrejuntarse las nalgas de la hembra; y que luego le dijera algo lento y convincente desde los bellitos de la nuca hasta adentrito de las orejas, pa’ que ella volteara hacia él, pa’ que se le trepara abrazándolo con brazos y piernas —yo mismo los vide desde lejos.
Fíjese si la suerte no escupe pa’l lado ciego: el Claudio llegó a pata y con hambre, y esa misma noche tuvo comida, techo y mujer. No, si Dios no es parejo, qué va.
IV
Duérmase temprano, Jacinto se lo había advertido. El muy cabrón se quedó encerrado con ella ¡más de dos semanas! Ya mejor ni me acerqué a la casa de la Agustina. Pero eso sí, averigüé cuándo se iba el jijo de la gran puta y hasta hice mis planes pa’ despedirlo como se debía. Él tenía que irse por el aserradero pa’ llegar a donde pasa el tren. A esas horas todavía faltaba un buen rato antes del inicio de turno de los trabajadores. Los humos de la trementina subían desde entre el aserrín, inundándole a uno los pulmones de un como olor a bosque muerto. Nomás la oreja ducha me dejó notar el lugar de sus pasos —la madrugada era muy negra. No sé cómo alcancé a vislumbrarle la espalda. La primera tajada de mi machete no lo dejó ni terminar el grito. Lo subí a la carrucha donde cargo las herramientas —soy agricultor. Lo llevé por donde yo sé hasta las vías del tren y lo dejé allí acostadito. En Chihuahua dijeron que no conocía los rumbos, que dizque andaba a pie por las vías el muy ocurrente —eso decían por allá. ¿Que cómo lo sé? Pues sepa usted que Jacinto Urrutia, su seguro servidor, siempre lee los periódicos, sentado así a la cabecera de la mesa, como me ve ahorita, en casa ’e mi finado primo y su mujer.