viernes, 3 de septiembre de 2010

Elogio de la belleza atlética


Por Hans Ulrich Gumbrecht (Fragmento)
Katz Editores


La fascinación de cada aficionado
Si usted es el aficionado promedio de nuestro tiempo, uno más entre esos millones de personas que miran especialmente deportes de equipo durante muchas horas, semana tras semana y año tras año, entonces las imágenes que tengo en mi mente al comenzar este libro le resultarán conocidas; si es así, usted reconocerá los intensos sentimientos que tales imágenes despiertan. Piense en alguno de sus héroes: en Michael Jordan o Dirk Nowitzki, en Pelé, Diego Maradona, Franz Beckenbauer o Zinedine Zidane, piense en Joe Montana, Jerry Rice o Michael Vick.
Ahora, imagine que su héroe está en posesión del balón mientras el otro equipo lo marca y lo acosa. En la última fracción de segundo antes de perderlo, y con un jugador del equipo contrario literalmente en sus barbas, su héroe lanza el balón por el aire. De pronto, el mundo allí delante se pone a funcionar en cámara lenta y, aunque probablemente el balón se dirija hacia su posición en el estadio, usted, sin posibilidad de calcular la trayectoria, teme -con la nerviosa pasión de un apostador que ha puesto todo su dinero en un solo número- que un jugador del otro equipo lo intercepte. Pero al tiempo que el balón va describiendo esa curva inesperada ante sus ojos y comienza gradualmente a descender, un jugador de su equipo, cuya presencia usted no había notado, aparece de pronto, justo en el sitio donde el balón descenderá. Los dos movimientos -el del balón en el aire y el del jugador que usted recién ha descubierto corriendo en el campo- están convergiendo en una forma que comienza a desaparecer en cuanto se vuelve visible. El jugador de su equipo alcanza a controlar el balón. Apenas, pero lo logra. Y no bien controla el balón, elude la defensa del equipo rival y comienza a correr en una dirección que nadie (ni siquiera usted mismo, por supuesto) podía haber previsto. Por un segundo, usted siente que el fuego de los ojos del jugador enciende los suyos. Entre esos movimientos, entre la mirada de los ojos del jugador y su propia percepción, el mundo, que lo absorbe, vuelve a su velocidad habitual, y usted ahora es capaz de respirar profundamente, con su pecho a punto de estallar de orgullo, alivio y entusiasmo, todo al mismo tiempo, por la belleza de la jugada que ya ha desaparecido y no se repetirá nunca más en tiempo real. El estadio ruge -no hay otra palabra- con otras 50.000 voces que ponen una poderosa música de fondo a la ola de alegría y vida en la que usted está sumergido. Horas más tarde, mientras camina del estadio a su coche, con el aire fresco del atardecer, cansado como nunca antes en la semana, usted recordará aquel momento del partido como uno de compacta felicidad. De nuevo, y ahora sin ninguna tensión, la belleza de la jugada llenará su pecho y acelerará el latido de su corazón. En el recuerdo, puede ver, una vez más, la forma de la jugada y, al tratar de retenerla, un impulso corre por sus músculos como si tomara cuerpo en usted aquello que sus héroes hicieron una hora antes.

*

A veces, recuerdo el primer partido de la National Hockey League, al que asistí, allá por 1988, cuando aún era joven. Fue en el Forum de Montreal, un edificio aparentemente sin ningún interés, situado en alguna parte entre el centro y la periferia de esa ciudad, un edificio al que, sin embargo, los verdaderos fanáticos de ese deporte acostumbran llamar "el santuario del hockey". Un fuerte olor a nicotina de mejores tiempos "preecológicos" no había abandonado el laberíntico interior del Forum, que estaba hecho de escaleras mecánicas, genéricos puestos de venta, curvas escalinatas y espacios extrañamente amplios, que se sentían vacíos, incluso, cuando estaban llenos de espectadores, durante los intervalos. Sus paredes marrones desplegaban una infinidad de fotos con formaciones olvidadas hacía mucho tiempo, héroes de los Canadiens locales. Aquella noche, precisamente los Canadiens enfrentaban a sus archirrivales, los Boston Bruins. Recuerdo que el juego terminó con un empate 3 a 3, y con una pelea sangrienta entre los jugadores de ambos equipos. Años más tarde, leí el nombre de uno de ellos en un titular de la sección deportiva del New York Times: había sido relegado a ligas menores, y se había suicidado, unos pocos meses más tarde, en un motel de Dakota del Norte. La única entrada que había sido capaz de comprar fuera del estadio, ilegalmente, por supuesto (pues las entradas para los partidos de los Canadiens siempre estaban completamente agotadas por aquellos años), sólo daba derecho a ver el partido de pie, lo cual, incluso entonces, era algo muy excepcional en un estadio de hockey; y por buenas razones, ya que, desde esa posición, era casi imposible seguir las trayectorias que, rápidas como el relámpago, hacía el disco sobre el hielo. De modo que me concentré en el guardameta del equipo de Montreal que, según me habían dicho, era muy joven (cosa difícil de advertir bajo el casco y el grotescamente almohadillado uniforme que usaba), muy talentoso y claramente el preferido de la bulliciosa multitud. Lo que me fascinó inmediatamente fue el tic nervioso del guardameta: éste apenas mantenía su cabeza sobre las almohadillas protectoras de sus hombros, como lo hacen a veces las tortugas cuando se despiertan de su sueño. Pero, a diferencia de todas las tortugas que había visto, el joven guardameta movía su cabeza y su barbilla todo el tiempo hacia arriba rítmicamente, como si tratase de colocar en su sitio algún hueso desarticulado. Aunque este movimiento lo hacía parecer víctima de un colapso nervioso, y una víctima fácil para los atacantes de los Boston Bruins, las reacciones del guardameta eran sorprendentes. Estaban, literalmente, más allá de lo que cualquiera podía creer. En su guante, capturaba discos que habían sido disparados a máxima potencia desde una distancia de seis o siete metros como si los hubiese estado esperando desde el inicio del juego, con una calma rayana en el desprecio, que suspendía por varios segundos los movimientos de su cabeza. Ningún ataque rápido -y los ataques rápidos en el hockey sobre hielo son de veras rápidos- parecía impresionarle, mientras su mirada ponía inseguros a los atacantes rivales. Y, si era necesario, volvía inaccesible el disco, enterrándolo debajo de su gran cuerpo almohadillado. El nombre del guardameta era Patrick Roy, y el joven héroe del Forum de Montreal llegaría a ser, durante la década de 1990, uno de los más grandes (y más controvertidos) jugadores de hockey de todos los tiempos.

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